lunes, agosto 29, 2005

Newport Place

Después de haber completado, prácticamente, mi primera semana en San Diego (CA), hay tantas cosas sobre las que podría escribir que es enormemente complicado decantarse por una sola.


En cualquier caso, relatando los acontecimientos de forma lineal en el tiempo, es indiscutible que Newport Place ocupa el primer lugar en la lista de prioridades.


Tras 30 horas de viaje ocupadas entre aviones y aeropuertos, cruzando el charco sin apenas dormir ni comer, le entregué al taxista, en el aeropuerto de Lindbergh, la hoja impresa con el mapa de cómo llegar a Newport Place. Aún a sabiendas de que el aeropuerto está literalmente dentro de la ciudad, 12 bucks es una cantidad ínfima por librarse de más de 25 kgs de equipaje y acercarse a una buena ducha.


Mi apartamento, con 2 habitaciones y baño a compartir, parecía ocupado por una chica italiana. Un secador en el baño y aceite de oliva virgen en la cocina aconsejaban apostar por ello, pero tras la ducha y una hora escasa dormitando en mi nueva morada, apareció por la puerta la que va a ser mi compañera de apartamento mientras siga aquí.


Judith es alemana, e italiano era el chico que antes vivía con ella, justo hasta el día antes de mi llegada.


Newport Place es un pequeño complejo de apartamentos, con capacidad total para 27 personas, situado en Downtown, en pleno centro de San Diego.


El principal motivo por el cual reservé una de sus camas bajo techo fue el poder compartir momentos con gente de todo el mundo. No es complicado ser invitado una noche a comer musaca con media docena de nacionalidades diferentes, con las puertas de los apartamentos abiertas de par en par y un montón de sonrisas de oreja a oreja brillando en la oscuridad.


En el mismo momento en que estoy escribiendo esta nueva entrada en el blog, México, Bulgaria, Alemania y Japón ríen bien alto mientras revisan las fotos de la fiesta del día anterior.


La fiesta del sábado noche en Newport Place, la primera para mí en California, se debía a la despedida de Ohio y al cumpleaños de México. Teniendo en cuenta que los clubs cierran a las 2, el haberme ido a cama a las 5 de la mañana deja bien claro lo animado de este meeting internacional. He visitado más países en unas horas de los que probablemente tenga la suerte de pisar en toda mi vida.


Ohio, por cierto, vuela en pocos días a Alemania, para irse a vivir con la persona que conoció aquí. Alemania vivía en mi habitación y, después de pocos meses de conocerse, uno deja su país para irse a vivir a otro sin saber siquiera el idioma. Supongo eso es amor, o crazy in love como me explicaba Ohio entre cerveza y cerveza.


La fiesta de anoche, además de para visitar países y completar la agenda de mi móvil yankie, también sirvió para darme cuenta de que, búsqueda de oro al margen, mi inglés todavía necesita mejorar mucho. Cuando la policía se pasó por la fiesta, supongo que molestos por no haber sido invitados, me confundieron por un momento con el máximo responsable de la misma, pero he de reconocer que no tengo ni la más remota idea de qué me preguntaron...


Durante mis años en la Universidad e incluso después, cuando trabajaba y seguía compartiendo piso con estudiantes (realmente, nunca he dejado de ser un universitario más), tuve la suerte de ser uno de los culpables de alguna que otra fiesta memorable, mucho menos internacional pero igual de animada y visitada por policía y vecinos. En todas y cada una de las ocasiones en las que un outsider llamaba a la puerta, siempre era yo el que daba la cara y asentía de forma mecánica a cada uno de sus reproches y protestas. A pesar de los años, por lo visto todavía sigo llevando, con no poco orgullo y satisfacción, ese cartel invisible de "responsable de la fiesta". Sinceramente, confío en que siga siendo así durante otros tantos años...


Con todo, Newport Place es uno de esos lugares de los que seguramente me costará despedirme, una vez que cambie de cama bajo techo o, simplemente, mi avión de regreso al hogar despegue para cruzar de nuevo el charco, allá por el mes de diciembre.


sábado, agosto 27, 2005

Jet lag

Tras haber aterrizado el lunes en San Diego (CA), a pesar de mis pocos días aquí, me siento como si fueran semanas las que me alejan de "mi casa".


Mi casa, como diría el simpático y afable marcianito de E.T. (el sábado antes de venir vi el final de esta película por primera vez), significa para mí familia, amigos y trabajo. Llevo tantos años entre dos ciudades, que me resulta imposible nombrar tan sólo a una de ellas como mi verdadero hogar. En ocasiones es necesario alejarse un poco para poder ver desde una perspectiva adecuada.


Desde mi llegada, probablemente la pregunta que más veces me han hecho es el clásico "where are you from?", seguido del no menos socorrido "and from which city in Spain?".


No me había dado cuenta antes de que ya no soy de una sola ciudad, pueblo o como queramos llamarlo. Mi hogar se estira 155km del norte al sur de Galicia (verdadero superconjunto de todo este lío existencial) o, lo que es lo mismo, la distancia por autopista entre Vigo y Coruña, trayecto éste recorrido por mí cientos de veces en los últimos nueve años. Soy vigués de corazón, morador coruñés, quien sabe...


Vivo (o vivía) en ambos sitios y en ninguno al mismo tiempo, con cierto amor y cierto odio (desigual) por las buenas y malas cosas de cada una de ellas, pero siendo absolutamente incapaz de elegir una y abandonar la otra. Soy un amante díscolo de mis dos "casas" y espero poder seguir siéndolo en el futuro, sin que ninguna de ellas se vuelva celosa y me obligue a elegir, abandonar, llorar...


A pesar de que decía antes "me siento como si fueran semanas [...]", lo cierto es que hay algo que me recuerda cada día lo reciente de mi llegada: el jet lag.


Entre San Diego (CA) y Vigo-Coruña hay 9 horas de "descompensación horaria", del -8 GMT de San Diego al +1 GMT de Vigo-Coruña. Con lo cual, cualquier parecido con la realidad diaria de mi vida en Galicia tiene poco o nada que ver con mis avatares aquí. Me levanto a la hora de la siesta, me acuesto cuando debía levantarme, ceno de madrugada, como a la hora de cenar...


Siguiendo los sabios consejos de las noticias en sección deportes -giras asiáticas del Madrid-, mi primer día permanecí despierto hasta que cayó la noche y obligué a mi cuerpo a seguir los ritmos horarios de la costa del Pacífico. A pesar de ello, cada noche a eso de las diez hora local siento como si hubiese corrido una maratón, y me voy a la cama para despertarme cada hora a partir de las cuatro de la mañana.


El famoso jet lag, queridos amigos, no es algo exclusivo de los futbolistas con giras veraniegas, le puede pasar a cualquiera, incluso a algún modesto vigués-coruñés buscando oro en California.


Con todo, y a pesar de que la NASA afirma que es necesario un día por cada hora de desfase para recuperar totalmente el ritmo cardíaco habitual, frescura mental (no sé si la he tenido algún día, pero esa no la recupero), etc.; con total seguridad hoy mismo estaré adaptado, después de tan sólo 4 noches. El motivo de mi milagrosa y veloz total adecuación al horario californiano es muy sencillo: es viernes, hay que salir.

viernes, agosto 26, 2005

La fiebre del oro

La fiebre del oro es, según la wikipedia, un período migratorio hacia zonas donde se habían descubiertos cantidades ingentes de oro. La más famosa, aunque no única, se dio en California en 1848.


Cuando varios de mis amigos me pidieron que los informase de mis andanzas en esta experiencia californiana, de forma inmediata pensé en este título como el más apropiado para el entonces hipotético blog/diario que ahora comienza.


El primer motivo es que la fiebre del oro es lo primero que me vino a la cabeza al pensar en California y un título para el blog. El segundo es que, como muchos de aquellos mineros, supongo que yo también he venido a buscar oro a California, aunque en este caso sólo en el sentido metafórico.


Con esta pequeña entrada, sólo pretendo iniciar un camino literario en la red, destinado a unos pocos amigos y sin haber decidido qué es lo que voy a contarles desde aquí.


La literatura, escribir, siempre ha sido para mí una fórmula de escape, algo íntimo y casi intransferible, de forma que todo aquello que he pasado al papel ha quedado reservado al momento y a poco frecuentes revisiones del pasado, siempre solitarias. Ha habido algunas excepciones, cuando alguna adaptación de mis historias fue enviada para concursar en premios literarios, con resultados y suerte dispar.


En todo caso, dado el carácter absolutamente emotivo y personal de casi todo lo que he escrito en mi vida, hacerlo de forma pública, pretendiendo contar una historia "real", más allá de plasmar tan solo reflexiones y sentimientos, es a la vez un reto y un problema para mí.


Sin saber hacia dónde, cómo ni cuándo, comienza hoy en la red la historia de un galego en California.